En la ciudad de L'Aquila, 100 kilómetros al noreste de Roma, en la noche del 6 de abril de 2009 ocurrió un terremoto de 6,3 grados Richter que mató a más de 300 personas, hirió a 1.000 y destruyó numerosos edificios en esta antigua ciudad de unos 70.000 habitantes.
En los días anteriores había habido algunos temblores y la gente estaba preocupada, como es lógico, aunque la zona es de muy alta sismicidad, y el temblor se sintió con fuerza hasta en Roma.
Unos días antes del sismo, una Comisión de Grandes Riesgos, formada por siete sismólogos y geólogos, se había reunido en la ciudad para evaluar la probabilidad de que, en el futuro inmediato, se produjese otro sismo, tal vez uno de mayor intensidad, como el que efectivamente ocurrió. El dictamen de los expertos fue tranquilizador: analizados los hechos, dictaminaron que no había riesgos de importancia suficiente como para tomar precauciones extraordinarias. Se equivocaron.
Ahora, un juez acaba de condenarlos a seis años de prisión, una importante indemnización a las víctimas y costas.
La condena no tiene antecedentes: que se condene a un grupo de científicos por haber errado en una predicción probabilística es insólito y levanta una serie de preguntas, que trataré de analizar, sin haber visto ni el dictamen de los expertos ni los fundamentos de la condena. Sin embargo, el episodio involucra varios conceptos –como decía más arriba– científicos, jurídicos y filosóficos.
La sismología es una ciencia extremadamente compleja y, si bien se han hecho grandes progresos en la comprensión de la dinámica de los terremotos –un tipo de fenómeno básico en la formación de la estructura de nuestro planeta–, el conocimiento de la sismología y el vulcanismo es aún incompleto y, particularmente, no ha sido posible predecir esos fenómenos más que con una probabilidad poco convincente. Se trata, en general, de sistemas que están en equilibrio inestable, que van a derrumbarse en algún momento de cierta forma (hay terremotos en que el movimiento telúrico es vertical u horizontal, por ejemplo) liberando una cantidad de energía que varía en diez órdenes de magnitud (en eso se basa la escala de Richter, en la que un número más indica diez veces más energía) y que ocasionará diferentes consecuencias según el lugar en que se produce, la profundidad, la energía puesta en juego y varias incertidumbres más. Predecir un terremoto o una erupción volcánica con cualquier grado de certeza es imposible, como también es imposible predecir que, en una zona conocida por sus sismos frecuentes, tal movimiento no se vaya a producir. Además, muchos temblores leves pueden liberar tensiones que, si se acumulan, se liberarán (tal vez) en un movimiento mayor. En una palabra: todo lo que se sabe de los movimientos telúricos no ha llegado a poder predecir un terremoto. El equivalente a un caso de mala praxis médica.
Ahora toma la cuestión un juez, experto en jurisprudencia pero no en ciencias de la Tierra, y llega a la conclusión de que los expertos no avisaron que se venía un terremoto mayor y que, por lo tanto, son culpables de asesinato culposo en grado múltiple. Se trata a los expertos como un médico que ha perdido un paciente por mala praxis. Consecuencias: ya será muy difícil encontrar expertos de alto nivel profesional para integrar este tipo de paneles de expertos. O prosperará el comercio de los seguros contra juicios por mala praxis como ocurre en medicina.
¿Qué deberían haber hecho los expertos de L'Aquila? Si las circunstancias conocidas hacían poco probable un terremoto, ¿deberían haber alertado –y alarmado– a la población con un informe que dijera que había una probabilidad de 0,15 de que se produjera un sismo? ¿Hablar de lo mismo, en forma reservada, al intendente de la ciudad, un político?
Epistemológicamente, estas preguntas plantean el tema de la responsabilidad de un experto ante el público y ante las autoridades civiles –en un caso donde es imposible obtener pronósticos seguros–, el problema de los conocimientos de un juez o de un ciudadano común sobre temas ajenos a su disciplina, el problema de la difusión del conocimiento sobre la ciencia y la tecnología para que la gente pueda tomar decisiones basadas en el conocimiento y la comprensión (incompletos, en este caso), el problema de la solidez de los edificios construidos en una zona de sismicidad conocida –claro que se trata de una ciudad anterior a todo cálculo antisísmico–, pero aquí han encontrado un grupo de chivos expiatorios.
La condena ha sido apelada. Veremos qué dice la instancia superior, si tiene en cuenta la opinión de los hombres de ciencia que no son especialistas y que se han pronunciado con estupor. Fuente: rionegro.com.ar
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